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miércoles, 3 de septiembre de 2014

HISTORIA DE UN AMOR EXAGERADO DE GRACIELA MONTES

Historia de un amor exagerado

Acá empieza la historia

Florida tiene de todo: veredas con baldosas rojas, jardines con geranios, kioscos, una estación de tren muy soleada y, sobre todo, historias. No creo que haya otro barrio en el mundo donde crezcan con tanta fuerza las historias. Florida tiene historias de magia, de máquinas, de misterio. Tiene historias de risa y de locura. Tiene historias de amor… y a eso vamos. Porque esta historia que les cuento aquí es la gran historia de amor del barrio de Florida, una historia de amor exagerado.

Empezó, como empiezan las historias, de buenas a primeras y en la mitad de la vida. Empezó un día de morondanga (porque ésos son siempre los mejores días). Empezó en la escuela de la calle Vallegrande porque a esa escuela iba todos los días, de ocho a doce y cuarto, Santiago Berón, el más petiso. Y empezó en día jueves y en la segunda hora, en el preciso momento en que Santiago Berón, el más petiso, vio entrar por la puerta del aula del séptimo grado a Teresita Yoon, la nueva. A partir del recreo de las diez Teresita Yoon, la nueva, también empezaría allamarse Teresita Yoon, la china, pero para decir verdad, era coreana.

Teresita Yoon, la nueva, era linda. O, por lo menos, linda lo que se dice linda le pareció a Santiago cuando la vio entrar con el delantal muy blanco y el pelo muy negro por la puerta del aula. Tenía mejillas redondas como bizcochos tostados, ojos largos como hojas de laurel salvaje y una sonrisa tan pero tan sonrisa que, cuando ella se sonreía, Santiago sentía que le entraba en el cuerpo una especie de leche tibia.

Teresita Yoon, la nueva, entró un poco asustada, mirando tímidamente a todos con sus ojos de laurel salvaje.

-¡Adelante! -dijo la señorita de Ciencias, que acababa de dibujar en el pizarrón el corazón de una rana. Y le sonrió desde el frente.

Entonces Teresita Yoon hizo una pequeña reverencia y dijo como quien canta:

-An nienj.

Y ahí estalló la primera carcajada. Una sola (“La de Dario, por supuesto”, pensó Santiago con las orejas coloradas y el corazón rabioso), y después de un montón de carcajadas.

-¿Qué decís? -chilló Gualberto.

-¿En qué hablás? -rugió Damián.

Y se oyeron los cuchicheosy las risitas de dos chicas de por ahí cerca (“Las bobas del tercer banco”, pensó Santiago con las orejas rojas como remolachas y el corazón encendido como un calefón rabioso).

A Teresita Yoon los bizcochos se le pusieron rosados y las hojas de laurel salvaje se le llenaron de agua. La señorita de Ciencias se dio cuenta de que ya era tiempo de dejar la tiza y de acercarse a Teresita. Le rodeó los hombros con el brazo, miró muy enojada hacia el rincón de las carcajadas y dijo:

-Teresita Yoon es coreana y nos saludó como se saludan todos en Corea. Ahora se va a quedar a vivir acá y va a aprender a saludar como nosotros.

(La señorita de Ciencias sabía mucho de esas cosas porque tenía un novio italiano.)

Mientras la señorita de Ciencias hablaba, Santiago sentía que le pasaban cosas, cosas de esas que pasan por adentro. Para empezar, no podía dejar de mirar a Teresita, como si tuviese los ojos pegados a la cara de ella. Y además, sentía que todo le corría a lo loco por el cuerpo. El corazón le batía como una ametralladora. Las palmas de las manos se le iban poniendo rojas y calientes. Le zumbaban los oídos. Le latían los labios. Y le venían las ganas. Ganas de saltar sobre Darío y sobre Gualberto y sobre damián y sobre las bobas del tercer banco como saltan los tigres sobre los conejos. Ganas de ser grande, fuerte, feroz y alto, sobre todo alto. Ganas de tener un gran vozarrón de esos que asustan. Ganas de obligar a todos, uno por uno, a pedirle perdón a Teresita Yoon con lágrimas y de rodillas… “¡Qué bárbaro!”, pensarán ustedes, pero Santiago era así: cuando le venían las ganas era muy exagerado. Cuando le venían las ganas era como si el cuerpo le quedara chico.

Pero Santiago no saltó como saltan los tigres sobre los conejos, no rugió con vozarrón que asusta y no obligó a nadie a hacer nada. Porque Santiago tenía más ganas que nadie pero también era el más petiso, el primero de la fila desde siempre, y Dario, por ejemplo, le llevaba una cabeza.

Pero, eso sí, miró. Miró como sólo sabía mirar Santiago cuando le venían las ganas. Y se ve que no era una mirada cualquiera porque Teresita levantó sus ojos de laurel salvaje y lo miró a Santiago. Y después le sonrió (y a Santiago se le inundó el cuerpo con una especie de leche tibia) y él también sonrió. Le sonrió a Teresita una sonrisa de veras grande.

Y bueno, ya está, ahí empezó la historia.





La historia sigue con un ramón en patineta



Y la historia siguió. Siguió en horas de clase, con pizarrones muy escritos y trabajos en equipo. Siguió en horas de recreo, cuando Santiago le enseñaba palabras a Teresita y Teresita le enseñaba plabras a Santiago. Y en otros recreos, en los que Teresita cuchicheaba con Carolina y con Julia y con Natalia, mientras, de reojo, lo miraba a Santiago, que jugaba a pelearse con Sebastián, y de reojo, la miraba a Teresita.

Y siguió también en la vereda porque en Florida hay grandes cosas que pasan en la vereda. Al salir de la escuela, Teresita y Santiago caminaban para el mismo lado, para el lado de la vía, donde crecen campanillas azules en los cercos. Era una casualidad… y era suerte.

Además, los Yoon tenían su casa y su tallercitos de remendar zapatos en la calle Laprida, muy cerca de un limonero, y en la calle Laprida, pero cerca de un paraíso, estaba el Deportivo Santa Rita, el club donde Santiago iba a jugar al fútbol.

Más casualidad… y también más suerte.

Cuando Santiago pasaba con su pelota bajo el brazo por la puerta del taller, el señor Yoon y la señora Yoon, los dos al mismo tiempo, le decían “an nienj” y, con la cabeza, le hacían una reverencia. “Buenas tardes”, decía Santiago, y buscaba con los ojos a Teresita que, cuando no tenía que hacer deberes para la escuela, se ponía un gran delantal de cuero y les pasaba pomada a los zapatos.

Así fue creciendo esta historia, como si tal cosa, Y así, como si tal cosa, llegó el día en que a Santiago volvieron a venirle las ganas.

Le vinieron de repente y puntualmente, a las seis clavadas de la tarde de un día tibio de octubre, cuando se dio cuenta de pronto que era primavera y todos los jardines de Florida estaban por estallar de tantas flores. A Santiago le vinieron las ganas de regalarle una flor a Teresita… Bueno, en fin, una flor no era suficiente para las ganas de Santiago, que apenas si le entraban el cuerpo. Tampoco dos. Ni diecinueve. Ni.

Santiago pidió prestada una flor a cada uno de los jardines floridos del barrio de Florida. Y eso no es poco. Exactamente mil setecientos veinticinco jardines se encontraban en ese tiempo en el barrio de Florida. Y mil setecientas veinticinco flores juntó Santiago en un ramo.

Puedo asegurarles que no es fácil untar mil setecientas veinticinco flores en un solo ramo. Pero a Santiago le sobraban ganas para juntarlas y las fue atando de a cinco, de a diez, de a siete, con hilitos de coser muy finos que le sacó a la mamá del costurero. Después ató los ramos, de a cinco, de a diez, de a siete. Era un ramo enorme, más que un ramo era un ramón, un ramísimo ramazo. Había dalias, jacintos, alelíes, arvejillas, hortensias, margaritas, jazmines, violetas, cinco calas, una rosa, dos claveles y hasta un girasol, de esos que crecían en el baldío de la vuelta.

Santiago tuvo que sacar a relucir su patineta -que, desde que había cumplido los doce estaba escondida en el fondo del galpón, con un montón de autitos- y hasta pedir prestado tres patinetas más para armar un buen transporte.

Y ahí se fue, un sábado de mañana, acarreando con una soguita su ramón florido, mientras la mamá lo veía irse por Warnes hacia Laprida y pensaba: “¡Qué hijo mío este, tan exagerado!” y se reía un poquito y otro poco se alegraba.

-Ahí va Santiago, el más petiso -decían los chicos de la escuela-. Siempre tan exagerado.

Cuando el ramón florido llegó hasta la casa de la calle Laprida, muy cerca de un limonero, y Santiago tocó el timbre, ya todo Florida conocía la proeza, y los chicos de séptimo se habían juntado en la vereda y gritaban:

-Santi por Teresa,

un colo corazón.

Se dan un besito.

Se dicen amor.

Y tiraban arroz y serpentinas.

-¡Qué exagerado, pero qué exagerado! -se quejaba el vecino de enfrente, que jamás había usado siquiera corbata roja, mientras barría bien barridas las baldosas.

Y ahí fue cuando Teresita Yoon abrió la puerta y lo vio a Santiago con su jardín en patineta, sonriendo a más no sonreír, sonriendo con todas sus ganas.

-Son para vos -dijo, y se puso más colorado que la dalia de la punta, que era la flor más colorada del ramón florido.

Teresita Yoon no dijo “¡qué barbaridad!” ni dijo “¡qué grande!” ni dijo “¡qué ramo!” ni dijo “¡qué exagerado!”. Teresita Yoon sólo sosnrió con su sonrisa de leche tibia y dijo, como quien canta:

-Gracias.

Y se acercó a Santiago y al ramón florifo, cortó el jazmín más blanco y se lo puso en el pelo.

-Son muy lindas. Voy a ponerlas en agua -dijo.

Y, una por una, desató las flores. Juntó jarras, jarritos y palanganas, tazas, cacerolas, vasos, baldes y hasta dedales, y acomodó las flores cuidando que siempre hubiese muchos colores. Así que la casa de los Yoon fue, ese sábado de octubre, la más florida.





Acá todo termina con un grito



Desde ese día todos supieron en el barrio de Florida que Santiago la quería a Teresita y Teresita, a Santiago. Los chicos y las chicas lo escribían en los pizarrones y en la última hoja del cuaderno borrador y en los vidrios empañados cuando llovía. Y, después de escribirlo, se reían porque poco de ellos eran novios pero ya casi todos tenían trece años, y todos, sin excepción, tenían ganas.

Era por eso que, a los chicos de séptimo, Santiago, con sus locuras, no les parecía tan exagerado. Ni siquiera cuando con la ayuda del padre, que trabajaba en una fundición de bronce, se hizo un corazón gigante, más alto que la puerta de la escuela, con una flecha atravesada y bien escrito, con letras redondas y pulidas. “S ama a T”, decía.

Pero a mucha gente grande le parecía mal esta historia de amor exagerado.

-Un amor así no cabe en nadie -decía el señor de las baldosas bien barridas.

-Y menos en un chico -agregaba su mujer, mientras se alisaba tanto las tablas de delantal que daba pena.

-Y menos que menos en un chico tan petiso -decía la hija mayor, con un suspiro.

Alguna gente grande, en cambio, sonreía. Seguramente recordaba sueños, sueños viejos que había tenido. A los Berón, por ejemplo, no les parecía mal el amor exagerado (y es que ellos, en cuestiones de amor y a su manera, también exageraban). Tampoco a los Yoon les había parecido mal el ramón en patineta ni el corazón gigante y biene scrito. Al fin de cuentas, había muchas cosas en el país que no entendían, pero estas cosas sí que eran claritas. Ybuenas. Y Teresita estaba más hermosa cada día, regada con tanto amor.

Y toda esta historia no habría pasado de ser una historia como tantas nada más que un poquito exagerada, de no haber sido por el Día Más Espantoso. El Día Más Espantodo empezó bien, con sol y medialunas. Al principio parecía un dia bueno porque era el día del picnic en el Tigre. Y a ese picnic lo habían charlado y querido todos desde septiembre hasta noviembre. Era un picnic completo, total, definitivo, con sánguches de milanesa, con muchísimos huevos duros, con los famosos pastelitos de dulce de la abuela de Darío, con la maestra de Ciencias y su novio, el italiano, y con todos y cada uno de los de séptimo, que ya estaban a punto de terminar la escuela. (Cualquiera se daba cuenta de que ya estaban a punto de terminar la escuela porque a todos les quedaban cortos los delantales, porque algunos varones ya tenían puntitos de barba en las mejillas y porque algunas chicas se ponían de pronto coloradas.)

Viajaron en colectivo y en tren. Eran un montón, y era divertido ser un montón por el mundo. Llevaban los canastos, los paquetes, las pelotas, los saquietos de por-si-refresca, los consejos de las madres y hasta un bolso de lona azul con una casetera.

El vagón del tren que iba al Tigre estaba casi vacío. Teresita y Santiago, se sentaron, por supuesto, juntos.

Santiago estaba contento. Le gustaba adivinar el secreto de los nombres de las estaciones. “Para mí que La Lucila tiene ojos claros y que Victoria, en cambio, es morena. Virreyes tiene un Cabildo, San Fernando… Pero mejor que nada es el Tigre, que andará por ahí rondando.”

Teresita, en cambio, no hablaba ni sonreía. Tenía más blancos que nunca los bizcochos tostados de las mejillas y los ojos de laurel salvaje más salvajes y más largos que nunca.

Santiago la miró pensndo “algo pasa”, pero después no pudo pensar más porque llegaron al Tigre. Yllegaron justo a tiempo para treparse a una colectiva y cantar todos juntos “La mar estaba serena” mientras se hamacaban hombro con hombro y risa con risa.

-¿Y, les gusta el Tigre? -preguntó la maestra de Ciencias mientras las orillas de hortensias azules pasaban junto a la lancha.

-¡El tigre! ¡El tigre! ¿Dónde está el tigre? -jugaban a asustarse todos. (Y, como era un chiste sonso y bueno, todos se reían).

Acamparon junto al tronco de un sauce llorón porque les gustaba jugar con los flecos de las ramas. Y como iban a un picnic, hicieron lo que se hace en los picnics.

Comieron sánguches de milanesa y unos pocos huevos duros con muchísimas hormigas.

Tiraron la pelota por el aire hasta perderla.

Trenzaron ramas de sauce para hacerse coronas.

Hablaron en voz muy alta porque se sintieron fuertes.

Se hicieron los locos.

Se rieron cuando el novio italiano le dio un beso a la maestra de Ciencias.

Hasta que llegaron los pastelitos y se vino la tarde.

Ya estaban casi por irse con los saquitos de por-si-refresca (porque estaba refrescando), cuando Teresita le apretó el brazo a Santiago y le dijo:

-El jueve que viene me mudo, Santiago, y estoy triste.

De Santiago no hace falta decir mucho, ya todos lo conocemos. A Santiago de un solo golpe se le llenó el cuerpo como se le llenaba cuando le venían las ganas.

Tenía que gritar. Tenía que gritar un grito. Tenía que gritar el grito más gritado en este mundo, el grito que se grita en el Día Más Espantoso.

Por eso se trepó al sauce. Y se trepó casi de un solo salto porque las ganas lo llevaban hacia arriba como un ascensor rabioso.

Llegó hasta la punta de la rama más alta, hasta donde se estiraba el tronco antes de empezar a llorar hacia el suelo. Y gritó. Gritó un grito tan fuerte que era casi como un silencio.

Las lanchas colectivas le respondieron con sirenas y las cotorritas se escaparon en bandada hacia el Alto Paraná. Los carpinchos volvieron a remontar el río y nunca jamás se atrevieron por el Delta. Los chicos de séptimo se asustaron y las chicas de séptimo se echaron a llorar, una por una. La maestra de Ciencias escondió la cara entre las manos y su novio, el italiano, la apoyó contra su pecho.

Allá en lo alto del sauce estaba Santiago, rojo, ronco por todo un mes, sudado, y, al pie del sauce, Teresita, que lloraba despacio sus lágrimas de laurel y, despacio también, decía:

-Vení, Santiago, tengo un secreto.

Y Santiago bajó y le pasó la mano por el pelo negro y por los bizcochos tostados. Teresita le sonrió y, muy cerca de la oreja, le dijo:

-Podemos escribirnos cartas.





Un río salado moja toda la historia



A Santiago le parecía que, después de una noticia así, los días no podían seguir pasando como si tal cosa. Y, sin embargo, pasaron. Vinieron el sábado y el domingo, y después un lunes -caliente ya- de diciembre. A su tiempo llegaron el martes y el miércoles. Y fue por eso que también llegó el jueves. Y el jueves, ya se sabe, Teresita se muda.

En el barrio de Florida de las mudanzas participan todos. Algunos ayudan, saludan, acarrean. Otros miran y comentan mientras barren, y vuelven a barrer bien barridas las veredas.

Los Yoon se mudaron en un camioncito oxidado y Santiago ayudó a subir las cosas: las sillas, los colchones, el espejo, la lata de las herramientas, una caja de zapatos con muchísimas pomadas y algunos paquetes de vaya-uno-a-saber-qué envuelto en papeles y frazadas.

-Acá está la dirección -dijo Teresita, y le puso un papel muy doblado en la palma de la mano-. Es en Zalaya, ¿sabés? No es tan lejos.

Pero a Santiago, Zelaya le sonaba lejos, le sonaba a Singapur, a Cilcia, a Zelandia, le sonaba a Zambia, a Zimbabwe, a Sherezada, así que apretó el papel pero no dijo nada.

Y se fueron nomás los Yoon a probar suerte con las flores.

-No más zapatos -había dicho el señor Yoon-. Con zapatos siempre pobre. Más suerte con Flores.

En Zelaya los Kim y los Bae sembraban flores. Y les iba bien y estaban juntos.

El camioncito oxidado se fue medio a los tumbos de tan cargado, y Santiago se quedó en la vereda de Laprida mirando casi sin ver el limonero. Siempre tenía limones el limonero ese, no parecía importarle ni el invierno ni el verano. Cosas del barrio de Florida, decían todos.

Y, mientras miraba el limonero, Santiago sentía que le pesaba el cuerpo, que le pesaban las uñas de los dedos de las manos… Por eso se fue para la casa caminando muy despacio, haciendo fuerza por arrastrar tanto peso, y haciendo fuerza por aguantar las ganas. Y mientras caminaba, le parecía que no pisaba la vereda; le parecía que la vereda no estaba. Y cuando llegó a su casa; le pareció que no era su casa; le pareció que su casa no estaba.

Santiago tenía ganas de llorar, pero de llorar de verdas, con ojos y con garganta.

No quería llorar en su pieza, porque tenía ventana. Tampoco quería llorar en el baño, porque tenía un espejo. El quería llorar en lo hondo y en lo oscuro. Por eso se fue al galpón, que era el lugar donde los Berón guardaban las cosas viejas y los pedazos de cosas.

Para llorar mejor se sentó en el suelo.

Lloró largo. Lloró tendido. Lloró con hipo. Lloró llorando.

El agua se le escurría de los ojos como de una canilla mal cerrada y mojaba todas las cosas: el viejo triciclo y los cuadernos de primer grado, la espada de mosquetero y los ositos de paño apolillados, y los trapos y las herramientas y las valijas y las patas de rana. Y cuando todo se mojó tanto que empezó a chorrear de la puerta del galpón, el agua salada se derramó por el patio.

-Santiago está llorando -grito la hermanita, y corrió para hacerse un barquito de papel para aprovechar el río.

-Santiago está llorando -dijo la mamá mientras el agua se escurría despacito hacia la calle, y sintió que se le apretaba el pecho.

Y cuando el riacho dobló por Laprida y le mojó la vereda al señor de las baldosas bien barridas, el señor de las baldosas bien barridas frunció el ceño y dijo:

-Santiago está llorando. ¡Qué vergüenza! ¡No sé cómo permiten! Debería estar prohibido llorar en esa manera.

A las cinco de la tarde los chicos de séptimo remontaron el curso del río salado de Florida y llegaron hasta la puerta del galpón para invitarlo a Santiago al cine Gran Rex porque daban una película de terror y otra de miedo.

-Termino de llorar y voy -les gritó Santiago.

Siete horas sin parar lloró Santiago y a las seis menos cuarto terminó de llorar y se secó los ojos. Antes de ir al cine tenía que pasar por la librería de don Angel y comprarse sobres grandes, papel carta y dos biromes.





Y esta historia sigue, pero por carta



Y podría decirse que es precisamente aquí donde empieza la segunda parte de esta historia, la parte que la hizo de verdad famosa para siempre en el barrio de Florida. Porque fue entonces cuando empezó el asunto ese de las cartas.

Santiago nunca había escrito cartas de amor -ni siquiera cartas- y le daba bastante miedo eso de llenar las hojas blancas con palabras. Las cartas eran bichas medias raras: uno escribía hoy y acá y para uno era hoy y, por ejemplo, llovía. Pero no lo leían hoy, lo leían mañana, u otro dñia, y allá lejos, en un dñia de sol radiante. Santiago tenía miedo de que, con tanto viaje, las palabras se le marchitaran, que se le pusieran viejas.

Por eso la primera carta de amor de Santiago Berón fue muy breve. “Te extraño mucho”, decía. Y se olvidó de la firma.

La segunda fue más larga: “Teresita: ¿Cuándo vas a volver? Siempre me acuerdo de tus ojos largos. Cuando seamos grandes vamos a ir juntos a Singapur, te lo prometo. Santiago”.

La tercera carta ya tenía más de cien palabras y hablaba de la tristeza, de Florida, del limonero, de las mejillas bizcocho, de las campanillas azules que crecen junto al terraplén del tren y de Zelaya, que era tan pero tan lejos.

A Santiago le empezó a gustar eso de escribir cartas. Sobre todo porque Teresita siempre le contestaba. Y las cartas viajaban y viajaban. Las de Santiago iban de Florida a Zelaya, cada vez más gordas, reventonas de palabras. Las de Teresita venían de Zelaya hasta Florida. Eran tibias y tímidas, y siempre tenían un pétalo de jazmín o de margarita, un estambre, una semilla. (Porque los Yonn, en Zelaya, cultivaban flores.)

Las cartas de Teresita llegaban siempre puntualmente, los jueves y los sábados al mediodía. Los carteros de Florida -que conocen las casas, las caras y las costumbres de todos los habitantes del barrio- se sonreían al meter en el bolso las cartas con olor a flores: sabían que Santiago los estaba esperando agazapado en la esquina de Warnes y Laprida y que, en cuanto ellos se asomaran, les iba a arrebatar de un manotón la carta.

Santiago quería tener esa carta; pero no la abría. La escondía. La metía contra el cuerpo, debajo de la remera, la tocaba muchas veces, oporque Santiago era de ésos a los que les gusta juntar las ganas. Después sí, en un rincón y solo, la leía. Leía mil veces esa carta, tantas que podía repetir palabra por palabra, punto por punto lo que Teresita, de Zelaya, le escribía.

Y el amor, por carta, creció mucho (todo el mundo sabe que a los amores les hacen mucho bien las cartas). Santiago sentía que quería a Teresita más que a nada. Sentía que quería mandarle muchísimo y de todo; y era por eso que sus cartas crecían, engordaban, se volvían cada vez más anchas y más pesada.

A veces llevaban veinte o treinta hojas llenas de palabras y dibujos. Otras veces llevaban un corazón recortado, o una pulserita de hojas. Pero después empezaron a llevar más, muchas cosas. Santiago quería mandar Florida hasta Zelaya y quería que Zelaya llegase hasta Florida. Por eso se ponía contento cuando ricibía pétalos y estambres y un puñadito de tierra o una hormiga. Y él, por su parte, empezó a mandar cosas, objetos, pedacitos. Mandó pelusas, pajitas, botones, fotos, lápices diminutos, pañuelos, una media, media galleta…

Cuando quiso mandar la baldosa tuvo algunos problemas:

-Esta carta es muy pesada -dijo el empleado del correo, y le cobró una barbaridad por enviarla.

“Bueno, no importa”, pensó Santiago, que en esa carta se gastó todos sus ahorros. “Es muy necesario porque es baldosa de vereda de Florida.”

Y esa semana, en devolución, Teresita le mandó una corteza de eucalipto y medio nido de hornero.

Santiago acomodaba los envíos en su mesa: de un lado las cosas y, del otro lado, las palabras. Le gustaba leer las palabras con los ojos y tocar las cosas con las manos, porque era como estar en Teresita y Zelaya, en las dos al mismo tiempo. “Esta tarde encontré un pájaro carpintero”, decía la carta y Santiago, entre tanto, tocaba despacito la corteza.

Lo cierto es que cuando empezó a terminarse el verano ya Santiago no tenía tiempo para nada que no fuese escribir y mandar cartas. Escribir palabras, buscar objetos y encerrarlos en los sobres le llevaba todas las tardes y todas las mañanas.

-Mirá que pronto empezás el secundario .le decía el papá mientras lo ayudaba a empaquetar lo mejor posible una remera gastada y un pedazo de tortilla de aclega que había sobrado del mediodía-. Santiago: sos muy exagerado.

Y Santiago se sonreía pensando en la cara de Teresita cuando se comiese la tortilla y se durmiese con la remera gastada debajo de la almohada.

-Esto no puede terminar bien -asegurada el señor de las baldosas bien barridas cuando se encontraba con Santiago en la cuadra del Correo-. El correo es un servicio público. Los servicios públicos son una cosa seria. Las cartas de amor muy pesadas no son serias. Son ridículas y exageradas. Las cartas de amor muy pesadas son peligrosas. Las cartas muy pesadas deberían estar prohibidas…

Y cuando él terminaba de razonar su razonamiento razonables ya Santiago había despachado su carta número neinticinco.

Y fue precisamente después de la carta número veinticinco que a Santiago le empezaron a entrar unas ganas especiales, diferentes, porque se acercaba el mes de marzo y, en el mes de marzo, cumplía años Teresita Yoon. Y los cumplía en Zelaya, lejos.

Santiago sintió de pronto ganas de hacerle un gran regalo: una carta de veras gorda y grande y pesada. Que no entrase en ningún buzón. Que ocupase medio camión de Encotel. Que tuviesen que llevarla en andas tres carteros.

-Faltan quince días -dijo Santiago- y hay que empezar a preparar el sobre.





Esta historia se infla mucho pero no estalla



La Gran Carta de amor de Santiago Berón fue un poco cosa de todos, cosa del barrio. Florida se dividió de pronto en dos bandos: el bando de los que decían que sí y el bando de los que decían que no.

Los que decían que sí sentían que la Gran Carta era, en cierto modo, una gran empresa, una aventura general, y estuvieron dispuestos a ayudar en lo que fuera. Por otra parte, era febrero y en febrero en Florida parecía bastante detenida en el calor: era divertido en las siestas silenciosas planear cosas casi imposibles mientras se oía el canto machacón de las chicharras. Los que decían que sí eran unos cuantos: todos los chicos y todas las chicas de séptimo, los Berón en pleno, la maestra de Ciencias y su novio, el italiano, y muchísimos otros grandes que recordaban viejos sueños y muchísimos otros chicos que recordaban sueños nuevos.

Los que decían que no sentían que la Gran Carta era un horros, una vergüenza, un ridículo, una quimeria. Para los que decían que no las siestas de febrero en Florida estaban hechas para dormir y no para planear locuras. Los que decían que no también eran unos cuantos: el señor de las baldosas bien barridas, su esposa, alisándose como siempre las tablas del delantal, su hija mayor, tan sentada, y mucha otra gente enojada que nunca había querido saber nada con los sueños.

Los que decían que sí tenían su cartel general en el galpón de los Berón, por supuesto.

Los que decían que no solían reunirse en la vereda de las baldosas bien barridas.

El galpón estaba desconocido con ese entrar y salir de tanta gente, de cacerolas de engrudo tibio, de papeles. Santiago Berón, que aunque seguía siendo el más petiso había crecido mucho ese verano, lo dirigía todo: al fin de cuentas, ¿quién sabía mejor que él cómo eran las grandes cartas?

-Santi, apurate. Faltan sólo cinco días -decía la maestra de Ciencias mientras entraba al galpón una pila de cuadernos viejos.

-Faltan cuatro días, Santiago -le recordaba Darío mientras apoyaba en el piso un balde de boletos viejos que había recolectado por el barrio.

Mientras tanto los que decían que no habían tomado sus medidas, cada doce horas hacían una denuncia: a la Municipalidad, por uso indebido de un servicio público, por risas molestas, por recolección no autorizada de residuos; a la Policía. por reuniones clandestinas y subversivas en un galpón sin ventanas… En fin, para cuando los que decían que sí ya habían casi terminado la Gran Carta, los que decían que no ya habían radicado nueve denuncias.

-Pero, exactamente, ¿qué es lo que están planeando? -preguntaba el comisario cada vez que el señor de las baldosas bien barridas venía a quejarse.

-Exactamente, exactamente… no sé -respondía el señor de las baldosas bien barridas, que estaba cada día más nervioso- pero estoy seguro que es algo grande y diferente. Y usted estará de acuerdo conmigo, señor comisario, en que las cosas grandes y diferentes, especialemente si tienen que ver con el amor, y peor aún con el amor de un muchachito, un chico casi, son peligrosas. Muy peligrosas, diría. Y -usted estará de acuerdo conmigo en esto, señor comisario- las cosas peligrosas tienen que estar prohibidas…

Pero al comisario no le gustaban en absoluto los razonamientos demasiado largos, así que dijo:

-Ya veré lo que hago. Vuelva el viernes.

-El viernes, señor comisario, es demasiado tarde.

-Vuelva el viernes, he dicho -rugió el comisario.

Y, como el señor de las baldosas bien barridas era muy sensible a los rugidos de los comisarios, se retiró en silencio.

Por fin llegó el día de despachar la Gran Carta (porque, tarde o temprano, llegan todos los días) y la puerta del galpón se abrió de par en par. Salieron todos y se vio que eran un montón de gente. El novio italiano de la maestra de Ciencias, el señor Berón y Gualberto llevaban en andas la Gran Carta, una carta realmente grande, tan grande como jamás se había visto. Grande y vistosa, además, porque estaba hecha de papeles diferentes: boletas de tintorería, restos de cuadernos, diarios, papeles de envolver salamín, papeles de envolver regalos y boletos de colectivo que, capa tras capa pegada con engrudo, formaban un sobre fantástico y resistente. En el frente, sobre un papel blanco y brillante, decía: “Señorita Teresita Yoon, calle San Adnrés, sin número, Zelaya”; y en el dorso: “Santiago Berón, calle Warnes casi Laprida, Florida”.

La Gran Carta avanzó en triunfo por Warnes rumbo a la oficina de Correos, y fue precisamente en la puerta de la oficina de Correos donde estaban esperando los que decían que no, formando un pelotón de anojados.

-No permitiremos esta exageración -gritó el señor de las baldosas bien barridas.

-Es peligroso ser tan exagerado -comentaban otros.

Pero la Gran Carta, colorida y absurda, avanzaba por la cuadra llevada en andas por el otro bando.

-¡Un momento! -chilló de pronto el señor de las baldosas bien barridas después de mirarles la cara, uno por uno, a todos sus enemigos-. ¿Y Santiago? ¿Dónde está Santiago?

-Santiago está acá mismo -dijo el señor Berón palmeando el sobre-. Adentro de su carta, por supuesto.

Y una carcajada gloriosa le respondió desde el interior del sobre inmenso.

El golpe fue demasiado rotundo para los miembros del pelotón de enojados, que se apartaron y bajaron los brazos, agobiados por tanta exageración, tanta locura.

-Esto ya pasa de castaño oscuro -dijo la señora del señor de las baldosas bien barridas con la cara más bien violeta, y, de golpe, se les deshicieron las tablas del delantal prolijo.

-Sí, tiene razón -dijo la mamá de Santiago con cara de risa y acariciando el sobre-. ¡Qué hijo mío éste, tan exagerado!





El que diga que esta historia se termina miente



El que diga que esta historia se termina miente, porque esta historia, como todas las historias sigue.

Algunos dicen que, cuando la carta con Santiago adentro llegó a Zelaya, Teresita ya estaba esperándolo con un jazmín en el pelo. Otros dicen que, cuando la Gran Carta con Santiago salió de Florida, de Zelaya salía otra Gran Carta con Teresita adentro. Otros dicen que fue sólo un primer amor, que después vinieron otros amores, más o menos exgerados. Otros dicen que un día martes Santiago y Teresita se fueron a vivir a Singapur. Otros dicen.

Pero como esta historia está abierta, yo no quiero hecharle llave.

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